El traje-coche
estaba sobre un pedestal en el escaparate de Big Jim, y en un letrero debajo de
él decía:
¡ESTE PRECIOSO
MODELO VA A SALIR VOLANDO POR SOLO 6499,99$! ¡SE ABONARÁ GENEROSAMENTE SU
TRAJE-COCHE USADO Y OBTENDRÁ GRATIS SU CASCO!
Arabella no
quería dar un frenazo, pero no podía evitarlo. Nunca había visto un traje de
piloto tan maravilloso. ¡Y por sólo 6.499,99!
Era lunes por la
tarde y la calle, con ambiente primaveral, estaba llena de oficinistas
apresurados, regresando a casa, y en el aire de abril resonaban los bocinazos.
El establecimiento de Big Jim estaba en la esquina, junto a un cementerio de
coches usados con una cerca Cape Cod a su alrededor. La arquitectura del
edificio era de estilo colonial americano, pero el efecto quedaba variado por
un enorme cartel de neón que proyectaba su luz sobre la fachada. El letrero
decía:
BERNIE, EL GRAN
JIM
Los bocinazos se
multiplicaron, y Arabella comprendió que estaba interrumpiendo el tráfico y
adelantando a un hombre mayor que vestía un fucsia Grandrapids se arrimó a un
lado, justo frente del escaparate.
Visto de cerca,
el traje-coche no era tan espectacular pero seguía siendo irresistible a la
vista. Sus flancos de color turquesa y su rejilla brillaban bajo los rayos del
sol. Sus estilizados polisones sobresalían como dos estelas de catamarán
gemelas. Era una hermosa creación, incluso con los nuevos módulos de
fabricación, y era una ganga. Y a pesar de todo, Arabella lo hubiera dejado
correr si no hubiese sido por el casco.
Un vendedor -presumiblemente
Bernie- que vestía un impecable Lansing bicolor se adelantó acercándosele,
cuando ella condujo hacia el interior de la tienda.
-¿En qué puedo
servirla, señora? -preguntó con voz amable, pero sus ojos, detrás de sus
parabrisas relucientes, miraban el traje-coche que ella vestía con evidente
contento.
Arabella se
ruborizó. Quizás había esperado demasiado a decidirse a cambiar de traje. Tal
vez su madre tenía razón: quizá era demasiado descuidada con sus trajes.
-El traje del
escaparate -dijo-. ¿Realmente regalan ustedes un casco con él?
-Claro que sí.
¿Quiere probárselo?
-Sí. Por favor.
El vendedor se
volvió y cruzó un par de puertas hacia la trastienda.
-¡Howard! -llamó,
y, al cabo de un momento, apareció un joven que vestía un traje azul.
-¿Sí, señor?
-Pase el traje
del escaparate al probador y traiga un casco del almacén. -El vendedor se
volvió hacia Arabella-. Él le indicará el camino, señora.
El probador
estaba justo detrás de las dobles puertas. El joven llevó el traje y después
fue en busca del casco. Vaciló después de entregárselo a ella, y sus ojos
adquirieron una extraña expresión. Pareció comenzar a decir algo, pero luego
cambió de idea y salió de la habitación. Ella cerró la puerta y pasó el cerrojo
y se cambió apresuradamente. El revestimiento interior le produjo un agradable
frescor al entrar en contacto con su cuerpo. Se puso el casco y se miró en el
espejo tridimensional. Suspiró.
El busto era un
poco desconcertante al principio (los modelos que ella acostumbraba a llevar no
sobresalían tanto), pero la rejilla cromada y los parachoques le daban algo
nuevo a su figura. En cuanto al casco... bueno, si no hubiese sido por la
evidencia de lo que estaba viendo, no hubiera creído que un simple casco
pudiera producir semejante transformación. Ya no era la cansada oficinista que
había entrado en la tienda un momento antes; ahora era Cleopatra...
Bathsheba... ¡Elena de Troya!
Regresó a la
tienda con autosuficiencia. El vendedor la miró sorprendido.
-Realmente, no
es usted la misma persona con la que hablé antes, ¿o sí? -preguntó.
-Sí, soy la
misma -dijo Arabella.
-Sabe usted,
desde que pusimos este traje en el escaparate -dijo el vendedor-, siempre tuve
la esperanza de que llegaría alguien que tuviera la línea adecuada para
vestirlo, para lucir su belleza, adecuada a su personalidad. -Alzó sus ojos
reverentemente-. Gracias, Big Jim -dijo-, por enviarnos a una persona así,
fuera de serie. -Bajó sus ojos hacia Arabella, y añadió-: ¿Le gustaría dar una
vuelta?
-¡Oh, sí!
-Muy bien. Pero
sólo una vuelta a la manzana. Mientras tanto prepararé los papeles. No es que
esté usted obligada de ningún modo a quedárselo; pero sólo que, si se decide,
todo estará a punto.
-¿Cuánto puede
abonarme por el viejo traje?
-Veamos, tiene
dos años, ¿no? Humm -el vendedor meditó un instante, luego-: Mire, le voy a
decir lo que voy a hacer. Usted no parece el tipo de persona que destroza los
trajes, por tanto le haré un abono generoso: mil dos dólares. ¿Qué le parece?
-No... no muy
bien. (Quizá si no hubiera pasado un año sin comer al mediodía...)
-No olvide que
se lleva el casco gratis.
-Ya sé, pero...
-Primero
pruébelo, luego hablaremos -dijo el vendedor. Sacó una placa de la casa de un
despacho contiguo y se la colocó a ella en la parte trasera.
-Ahora ya está
todo completo -dijo mientras abría la puerta-. Voy a arreglar los papeles.
Ella estaba tan
nerviosa y tan emocionada cuando salió a la calle que casi colisiona con un
joven que vestía un convertible blanco, pero pronto recuperó el aplomo y
demostró que era una conductora competente, contrariamente a lo que pudiera
haber parecido al principio, y adelantó al joven. Lo vio sonreír cuando pasó
junto a él, y una cancioncilla surgió de su corazón y poco a poco se fue
extendiendo por todo su cuerpo. De algún modo, aquella mañana concreta había
intuido que algo maravilloso le iba a suceder. Un día perfectamente ordinario
en la oficina había hecho que se desvanecieran un tanto sus esperanzas, pero
ahora volvían a renacer con más fuerza.
Tuvo que
detenerse en un semáforo, y el joven paró junto a ella.
-Hola -dijo él-.
Lleva usted un vestido precioso.
-Gracias.
-¿No le gustaría
que saliéramos juntos a dar un paseo? ¿Que fuéramos al cine esta noche?
-¡Cómo! ¡Si no le
conozco! -dijo Arabella.
-Me llamo Harry
Fourwheels. Ahora ya me conoce. Pero yo no la conozco a usted.
-Arabella,
Arabella Grille... Pero, no le conozco lo suficiente.
-Esto tiene
remedio. ¿Vendrá?
-Yo...
-¿Dónde vive?
-En el
seiscientos once de Macadam Place -dijo sin darse cuenta.
-Pasaré a
recogerla a las ocho.
-Yo...
En aquel preciso
instante, cambió la luz del semáforo, y antes de que pudiera hacer alguna
objeción, el joven ya se había ido. A las ocho. A las ocho en punto, pensó
ella, soñadora.
Después de
aquello, no le quedaba más remedio que quedarse el traje. Habiéndola visto con
aquel espléndido traje, qué pensaría él si después se la encontraba con el
viejo traje. Volvió a la tienda, firmó los papeles y se fue a casa.
Su padre la miró
perplejo a través del parabrisas de su Cortez de tres toneladas, cuando ella
entró en el garaje y aparcó junto a la mesa de super.
-Vaya -dijo-,
¡ya era hora de que te decidieras a comprarte un traje nuevo!
-¡Creo que sí! -dijo
su madre, que prácticamente nunca llevaba el mismo traje-. Empezaba a pensar
que jamás te ibas a dar cuenta de que vives en el siglo veintiuno y que tienes
que ser vista.
-Sólo tengo
veintisiete años -dijo Arabella-. Hay montones de chicas que están solteras a
esa edad.
-No si visten
como es debido -dijo su madre.
-Ninguno de
vosotros ha dicho todavía si le gusta o no -dijo Arabella.
-A mí me gusta
mucho -dijo el padre.
-Alguien se
fijará en ti -dijo la madre.
-Ya se ha fijado
alguien.
-¡Bien! -dijo la
madre.
-¡Al fin! -dijo
el padre.
-Vendrá a
buscarme a las ocho.
-Por Dios, no le
digas que leías libros -dijo su madre.
-No lo haré. De
hecho, no leeré nunca más.
-Y no menciones
todas esas nociones radicales que tenías acerca de la gente que vestía coches
porque estaban avergonzados de los cuerpos que les había dado Dios -dijo el
padre.
-Padre, ya sabes
que hace años que no digo cosas semejantes. Al menos desde, desde...
Desde la fiesta
de Navidad que se hizo en la oficina, en que cambió de parecer, cuando el señor
Upswept le dijo:
-Embrutézcase con
sus libros de historia. ¡Usted no pertenece a este siglo!
-Desde hace
mucho tiempo -concluyó sin convicción.
Harry Fourwheels
se presentó a las ocho y ella se apresuró a salir a su encuentro. Partieron uno
junto al otro, giraron por el Bulevar Blackpot y dejaron la ciudad atrás. Hacía
una hermosa noche, con la justa dosis de invierno entremezclándose con la
primavera, de modo que la luna tenía un vivo color plateado y las estrellas
brillaban.
El auto-cine
estaba casi totalmente lleno, pero encontraron dos plazas en la parte de atrás,
no lejos del borde de un bosquecillo. Aparcaron muy juntos, tan juntos que sus
parachoques casi se rozaban, y, de pronto, ella sintió que la mano de Harry le
tocaba el chasis y trataba de acariciarle el talle justo por encima del busto.
Iba a decir algo, pero recordó las palabras del Sr. Upswept, apretó los labios
y concentró su atención en la película.
La película
trataba de un fabricante de fideos retirado que vivía en un garaje de
huéspedes. Tenía dos hijas ingratas, y él se esforzaba para que ellas tuvieran
lo mejor, y hacía todo lo que podía para que pudieran seguir llevando una vida
de lujo. Para ello, él tenía que sacrificarse y privarse de hasta las cosas más
indispensables, y consecuentemente vivía en la sección más pobre del garaje y
usaba trajes-coche usados tan decrépitos que no servían ni para chatarra. Sus
dos hijas, por otro lado, vivían en los más lujosos garajes y vestían los
trajes-coches más caros del mercado. Un joven estudiante de ingeniería llamado
Rastignac también vivía en el mismo garaje, y concentraba todos sus esfuerzos
en ascender hasta la cumbre de la sociedad moderna y en ir adquiriendo, a lo
largo del proceso, una importante fortuna. Para empezar, había sonsacado a su
hermana bastante dinero para proporcionarse un Washington convertible, y había
obtenido, a través de un primo rico, una invitación para asistir a la puesta de
largo de un comerciante. Allí conoció a una de las hijas del fabricante de
fideos, y... A pesar de todos sus esfuerzos, la atención de Arabella flaqueaba.
La mano de Harry Fourwheels había abandonado su talle y se había decidido por
sus faros, y comenzó un turno de inspección. Ella intentaba permanecer
relajada, pero, por el contrario, sentía su cuerpo contraído, y oyó cómo su propia
voz tensa susurraba:
-¡No, por favor!
Harry apartó la
mano y dijo:
-¿Después de la
película?
Era una
escapatoria y ella se agarró a ella.
-Sí, después de
la película.
-Conozco un
lugar en las colinas. ¿De acuerdo?
-De acuerdo -oyó
que decía su propia voz temblorosa.
Ella volvió a
ponerse sus faros en la posición correcta. Trató de mirar el resto de la
película, pero todo fue inútil. Su mente estaba concentrada en lo que iba a
suceder en las colinas y, al mismo tiempo, ella intentaba encontrar alguna excusa,
cualquier excusa que la librara de su palabra dada. Pero no pudo hallar
siquiera una, y, cuando hubo terminado la proyección, siguió a Harry por la
salida y condujo junto a él a lo largo del Bulevar Blacktop. Luego, él torció
por un sucio callejón y ella fue detrás con resignación. Unas cuantas millas
más allá, en las colinas, la carretera rodeaba la reserva local de nudistas. A
través de las altas alambradas eléctricas se podían ver las luces de algunas
fincas ocasionales, brillando por entre los árboles. No se veían nudistas por
los alrededores, pero Arabella se estremeció como si los hubiese. En otro
tiempo había sentido una tierna simpatía hacia ellos, pero, desde el incidente
con el Sr. Upswept, había sido incapaz de pensar en ellos sin un sentimiento de
revulsión. En su opinión, Big Jim les deparaba un destino mucho mejor del que
se merecían; pero, entonces, ella supuso que era posible que, algún día,
algunos de ellos se iban a arrepentir y pedirían perdón por sus pecados. Aunque
resultaba extraño que ninguno de ellos lo hubiera hecho jamás.
Harry
Fourwheels, no hizo comentarios, pero ella pudo percibir su disgusto, y, aunque
sabía que el disgusto de él tenía un origen distinto del suyo, experimentó
cierto breve sentimiento de camaradería hacia él. Tal vez no era tan predador
como a ella le había parecido por sus primeras actitudes. Quizás, en el fondo,
estaba tan atormentado como ella por los códigos de conducta que regulaban sus
vidas, normas que significaban una cosa en unas determinadas circunstancias, y
otra completamente opuesta en otras. Tal vez...
Una milla más
lejos de la reserva, Harry torció hacia un pequeño camino que pasaba a través
de robles y arces y conducía a una especie de aparcamiento. Tímidamente, ella
le acompañó, y, entonces, él aparcó debajo de un roble, y ella quedó a su lado.
Lo lamentó instantáneamente cuando sintió la mano de él tocando su chasis y
dirigiéndose lentamente hacia sus faros de nuevo. En esta ocasión, su voz era
de angustia:
-¡No!
-¿Qué quieres
decir? -espetó Harry, y ella sintió la fuerte presión del chasis de él contra
el suyo propio y sus dedos manoseando sus faros. De alguna manera, ella logró
desasirse y salir corriendo por el camino que conducía fuera de aquel claro,
pero, un momento más tarde el la había atrapado y la empujaba ya hacia la
cuneta.
-¡Por favor! -gritó
ella, pero él no prestó ninguna atención y se arrimó más. Sintió el parachoques
de él tocando el suyo, e instintivamente retrocedió. Su rueda delantera derecha
perdió pie y todo su chasis se desequilibró y quedó boca arriba. Su casco cayó
al suelo, rebotó contra una roca y fue a parar a la espesura. Su parachoques
derecho dio contra un árbol. Las ruedas de Harry giraron furiosamente y, al
cabo de un momento, quedaron a oscuras las luces rojas de posición de Arabella.
Se oía el
murmullo de las copas de los árboles y el crujir de las ramas, y, a lo lejos,
el sonar del tranco por el Bulevar Blacktop. También había otro ruido: el
sonido de sus sollozos que escapaban de su garganta. Gradualmente, los gemidos
se fueron haciendo menos violentos, a medida que el dolor disminuía y el
sufrimiento menguaba. Aunque nunca se apagaría por completo. Arabella lo sabía.
Aquella herida era infinitamente más profunda que la que le había producido el
Sr. Upswept. Se cubrió con el casco y subió a la carretera. El casco estaba
abollado, y su traje turquesa tenía un visible rasguño. Una lágrima recorrió su
mejilla mientras se arreglaba el traje y trataba de recomponer su presencia.
Pero aquello
sólo representaba la mitad de su problema. Tenía que tener en cuenta que el
parachoques de la derecha estaba destrozado. ¿Qué podía hacer? No se atrevía a
ir a la oficina, por la mañana, en semejante estado. Si lo hacía, alguien la
llevaría en presencia de Big Jim y ella era consciente de cuánto lo había
desafiado durante todos aquellos años llevando sólo un traje-coche, cuando él
había dejado perfectamente claro que esperaba que todo el mundo gastara, como
mínimo, dos. ¿Y si la licenciaba y la relegaba a la reserva de nudistas? No creía
que él tomara una decisión semejante, pero aquélla era una posibilidad que era
preciso tener en cuenta. La mera consideración de tal fatalidad la horripilaba.
Además de Big
Jim, también había que tener en cuenta a sus propios padres. ¿Qué les iba a
decir? Podía verlos ya a la hora del desayuno. Ya los estaba oyendo.
-¡Ya lo has
estropeado! -diría su padre.
-He tenido
cientos de trajes-coche en mi vida -diría la madre-, y nunca reventé ninguno, y
tú tiras uno y, en un minuto, ¡ya has destrozado el siguiente!
Arabella hizo
una mueca de dolor. No podía ir de aquel modo por el mundo. De una manera u
otra tenía que reparar su vestido aquella misma noche. ¿Pero, dónde? De pronto,
recordó un cartel que había visto la misma tarde en el escaparate, un cartel
que casi había olvidado con su preocupación por el traje-coche: SERVICIO DE 24
HORAS.
Volvió a la
ciudad tan de prisa como pudo y dio un rodeo al edificio de Big Jim. Sus
ventanas eran cuadros oscuros, y la puerta principal estaba cerrada. Su
desconcierto se convirtió en un vacío en su estómago. ¿Había leído mal el
cartel? Podría jurar que decía SERVICIO DE 24 HORAS.
Se dirigió hacia
el escaparate y volvió a leer. Estaba en lo cierto: ponía SERVICIO DE 24 HORAS;
pero también ponía, en tipos más pequeños. Después de las 6 p.m. llamen al
cementerio de coches de la puerta contigua.
El mismo joven
que había sacado el traje del escaparate le salió al paso cuando ella entró.
Ella recordó que se llamaba Howard. Seguía vistiendo el mismo traje azul, y en
sus ojos reapareció aquella extraña mirada que ella había visto por la tarde.
Había sospechado que era una mirada de piedad; ahora sabía que lo era.
-Mi traje -balbució
ella, cuando estuvo junto a él-. ¡Está completamente destrozado! ¿Me lo podría
arreglar? ¡Por favor!
Él asintió.
-Claro que podré
-dijo señalando hacia un pequeño garaje que se encontraba en la parte trasera
del taller-. Puede quitárselo allí.
Corrió
apresurada a través del hangar. Por todas partes yacían trajes-coches usados en
la oscuridad. Se tropezó con su viejo modelo, y, al verlo, apenas pudo contener
el llanto. ¡Si se hubiese limitado a conservarlo puesto! ¡Si no hubiese sido
tan tonta de dejarse seducir por la idea de tener un casco!
El pequeño
garaje estaba frío y húmedo. Se sacó el traje y el casco y los pasó, a través
de la puerta, a Howard, tratando cuidadosamente de no ser vista. Pero no debía
de haberse preocupado, porque él miraba en otra dirección cuando ella le
entregó el vestido. Probablemente se las arreglaría con mujeres modestas.
Entonces notó
mucho más el frío, y se acurrucó en un rincón tratando de encontrar un poco de
calor. Luego oyó a alguien martilleando fuera y se asomó a una ventanilla y
echó una mirada al hangar. Howard estaba trabajando en el arreglo del
parachoques frontal derecho. Por el modo en que lo hacía, Arabella podía
adivinar que había reparado cientos de ellos. Exceptuando el ruido del
martillo, la noche estaba completamente silenciosa. La calle, detrás de la
cerca de Cape Cod, estaba vacía y oscura, salvo por la luz de un par de
ventanas de edificios de oficinas. Por encima de los remates de los edificios
podía verse el enorme cartel anunciador de Big Jim en la plaza principal de la
ciudad. Era un cartel alternante: LO QUE ES SUFICIENTEMENTE BUENO PARA BIG JIM
ES BUENO PARA TODO EL MUNDO, decía en el primer circuito. Y, en el segundo,
preguntaba: ¿SI NO FUESE POR BIG JIM, DÓNDE ESTARÍA TODO EL. MUNDO?
Martilleo,
martilleo, martilleo... De pronto, ella pensó en un musical de TV -uno de una
serie que se titulaba La ópera puede resultar divertida cuando se saca del
tiempo- que había oído en una ocasión, llamado Las Rutas de Sigfrido, y recordó
el primer acto, en que Sigfrido había estado importunando a un experto mecánico
-su supuesto padre- llamado Mime para que le construyese un vehículo superior
al Fafner que tenía el ladrón, para poder derrotar a éste en la carrera que iba
a tener lugar en Valhalla. El tema del martilleo sonaba insistentemente al
bongo mientras el mecánico Mime trabajaba desesperadamente en la construcción
del nuevo vehículo, y Sigfrido seguía intentando averiguar quién era realmente
su padre... Martilleo, martilleo, martilleo...
Howard había
terminado de enderezar su parachoques y ahora estaba reparando el casco.
Alguien que vestía un Providence amarillo pasó por la calle produciendo un
silbido con sus neumáticos, y la calidad del sonido la hizo pensar en la hora.
Miró su reloj: eran las 11:25. Sus padres quedarían encantados cuando, a la
hora del desayuno, le preguntaran a qué hora había llegado y ella respondiera:
-Oh, alrededor
de medianoche.
Siempre se
quejaban porque llegaba tan temprano.
Volvió a pensar
en Howard. Él ya había terminado de golpear la abolladura del casco y estaba
tratando de arreglar la rasgadura del traje. Después retocó los rasguños del
parachoques y luego se acercó al pequeño garaje con casco y traje reparados y
los pasó por la puerta. Ella se vistió rápidamente y salió de la habitación.
Los ojos de
Howard miraban a Arabella a través del parabrisas. De sus iris azules manaba
una luz amable.
-¡Qué bien
estaría con ruedas! -dijo él.
-¿Qué ha dicho
usted?
-Nada
importante. Estaba pensando en un cuento que leí antes.
-Oh. -Arabella
estaba sorprendida. Normalmente, los mecánicos no solían leer... ni los
mecánicos ni nadie. Tuvo la tentación de decirle que ella también había sido
aficionada a leer. Pero se abstuvo de hacerlo.
-¿Cuánto le
debo? -preguntó.
-El vendedor le
enviará una factura. Yo sólo trabajo para él.
-¿Toda la noche?
-Hasta las doce.
Acababa de llegar, cuando usted me vio esta tarde.
-Le agradezco
que... que haya arreglado mi traje. Yo... no sé que habré hecho...-dejó la
frase inacabada.
La mirada
apacible del joven desapareció. En su lugar apareció un destello de ira.
-¿Quién fue?
¿Harry Fourwheels?
Ella hizo un
esfuerzo por vencer su humillación y dijo:
-Sí. Le... ¿le
conoce?
-Un poco -dijo
Howard, y ella tuvo la impresión de que «un poco» quería decir bastante. El
rostro del joven, bajo el resplandor del cartel de Big Jim, pareció
repentinamente envejecido, y en los ángulos de sus ojos aparecieron unas
diminutas arrugas que ella no había podido apreciar hasta entonces.
-¿Cómo se llama
usted? -preguntó él abruptamente. Ella se lo dijo.
Y él repitió:
-Arabella...
Arabella Grille. -Y luego añadió-: Yo soy Howard Highways.
Se saludaron.
Arabella miró su reloj.
-Ahora tengo que
irme -dijo-. Muchas gracias, Howard.
-De nada -respondió
Howard-. Buenas noches.
-Buenas noches.
Ella se dirigió
a su casa a través de las oscuras calles de una noche de abril. La primavera
surgía tras ella y le susurraba al oído: Qué hermosura con ruedas. ¡Qué
hermosura con ruedas...!
-Bien -dijo su
padre, frente a sus huevos fritos, a la mañana siguiente-, ¿qué tal fue la
doble sesión?
-¿Doble sesión? -dijo
Arabella untando con mantequilla una tostada.
-¡Ah! -dijo su
padre-. ¿Entonces no fue una doble sesión?
-En cierto
sentido quizá lo fue -dijo la madre-: Dos aparcamientos... uno con película y
otro sin.
Arabella
reprimió un sollozo. La mente de su madre funcionaba con el estilo directo de
la televisión comercial. En cierto modo reflejaba la potencia de los vagones
que vestía. Aquella mañana llevaba uno de color rojo, con una rejilla combada y
unas aletas retorcidas hacia atrás. Nuevamente, Arabella tuvo que reprimir un
sollozo.
-Yo... me lo
pasé muy bien -dijo-, y no hice nada malo.
-¿Eso es una
novedad? -dijo el padre.
-Nuestra pequeña
hijita casta de veintisiete años, casi veintiocho -dijo su madre-. ¡Pura como
la nieve! Supongo que estarás arrepentida por haber tardado tanto en salir de
noche por culpa de esa maldita afición a quedarte leyendo libros hasta el
amanecer.
-Ya os lo dije -replicó
Arabella-, ya no leo libros.
-Seguramente
seguirás leyéndolos -dijo el padre.
-Ya te veo
diciéndole que no le querías ver más, sólo porque intentó besarte -dijo ásperamente
la madre-. Igual que hiciste con los anteriores.
-¡No lo hice! -Arabella
estaba temblando-. Además, ¡voy a volver a salir con él esta noche!
-¡Bien! -dijo el
padre.
-¡Tres hurras! -dijo
su madre-. Tal vez ahora comenzarás a estar bien con Big Jim, y te casarás y
aumentará tu cuota de consumidor, y compartirás la carga de la economía con el
resto de tu generación.
-¡Quizá!
Se apartó de la
mesa. Nunca había yacido antes y estaba enfadada consigo misma. Sólo cuando se
dirigía al trabajo, fue capaz de recordar que, una vez ya todo se había
consumado, o se admitía o se olvidaba. Y puesto que admitir aquel acto concreto
parecía impensable, no le quedaba más remedio que olvidarlo... o, al menos
aparentar que lo había olvidado. Aquella noche, tenía que ir a algún sitio y
permanecer en él como mínimo, hasta medianoche, o sus padres sospecharían la
verdad.
El único lugar
que se le ocurría era un auto-cine.
Escogió uno
diferente de aquel al que la había llevado Harry Fourwheels. El sol se había
puesto cuando ella llegó al lugar y la principal película estaba comenzando.
Era un largometraje que contaba la historia de una linda muchacha llamada
Carbonella, que vivía con su madrastra y sus dos horribles hermanastras. Pasaba
la mayor parte del tiempo en un rincón del garaje lavando los trajes-coche de
su madrastra y de sus hermanastras. Tenían vestidos de todas las clases -Washingtons,
Lansings y Flints- mientras que Carbonella no tenía nada más que ponerse que
viejos restos de chatarra. Finalmente, un día, el hijo del vendedor de Big Jim
anunció que iba a dar una gran fiesta en el suntuoso garaje de su padre.
Inmediatamente, las dos hermanastras y la madrastra sacaron sus mejores
atuendos y se los dieron a Carbonella para que los limpiara y los dejara a
punto. Ella los limpió y los revisó, y lloró y lloró porque no tenía un vestido
decente para ir a la fiesta, y, finalmente, llegó la noche del gran evento y
sus dos hermanastras y su madrastra quedaron enfundadas dentro de sus flamantes
y cromados vestidos-coche y se dirigieron alegremente al garaje del
comerciante. Carbonella quedó arrodillada en el rincón lavacoches y rompió a
llorar. Entonces, justo comenzaba a considerar que Big Jim la había abandonado,
apareció el Hada Madrina de todos los Coches, resplandeciente, con un brillante
Lansing. En un santiamén, agitó su mano, y, de pronto, Carbonella estaba
radiante como el nuevo día vistiendo un Grandrapids granate, con los tapacubos
tan brillantes que casi deslumbraban. Y Carbonella pudo ir a la fiesta, después
de todo, y rodó todos los bailes con el hijo del comerciante, mientras sus feas
hermanastras y su madrastra languidecían paseándose solitarias de acá para
allá. Estaba Carbonella tan emocionada y era tan feliz, que olvidó que el Hada
Madrina de todos los Coches le había dicho que el encantamiento sólo duraría
hasta medianoche, y que, antes que el reloj del anunciador del comerciante Big
Jim hubiera comenzado a señalar la hora mágica, ella volvería a ser la muchacha
lavacoches y, de no encontrarse nuevamente en su puesto, quedaría en su estado
habitual en medio de la sala de festejos.
Entonces salió
zumbando por la puerta y descendió la rampa, pero su propia prisa por ponerse a
salvo antes de que cesara el encantamiento hizo que perdiera una rueda. El hijo
del comerciante la encontró. Y al día siguiente hizo la ronda por todos los
garajes preguntando a todas las mujeres que habían asistido a la fiesta,
tratando de averiguar a quién pertenecía aquella rueda. No obstante, era tan
pequeña que no podía ser encajada en ninguno de los ejes de cualquiera de las
mujeres a las que les fue probada, por más grasa que se les untara. Después de
probar con las dos feas hermanastras, ya se disponía a partir cuando, de
pronto, vio a Carbonella sentada en el rincón de lavacoches, sacándole brillo a
un traje-coche. Pues bien, no tenía más remedio que decirle a Carbonella que
saliera de aquel rincón para probarle la rueda, y ante la mirada de horror de
las hermanastras y de la madrastra, la rueda encajó suavemente sin necesidad de
una sola pizca de grasa. Y Carbonella se fue con el hijo del comerciante y
fueron felices y comieron perdices.
Arabella echó un
vistazo a su reloj: eran las 10:30. Demasiado temprano para volver a casa, a no
ser que quisiera ser sometida de nuevo a un cínico examen exhaustivo por parte
de sus padres. Con desgana volvió a acomodarse para ver otra vez la proyección
de Carbonella. Entonces se arrepintió de no haber mirado que película se
proyectaba antes de entrar en el auto-cine. Carbonella estaba clasificada como
solaz para adultos, pero, de todos modos, allí había más chiquillos que otra
cosa, y ella no podía evitar sentirse autosuficiente; aparcada allí en su gran
traje-coche, entre tantos coches-traje de niño.
Permaneció allí
hasta las once, después se marchó. Tenía la intención de pasear hasta
medianoche, y probablemente lo hubiera hecho si no hubiese decidido circular,
por la ciudad y, en consecuencia, no se hubiese encontrado en la calle en que
estaba el cementerio de coches usados. La visión de la cerca Cape Cod le
evocaba asociaciones placenteras, e, instintivamente, disminuyó la velocidad al
pasar cerca de ella. Cuando llegó a la entrada, estaba virtualmente yendo a
paso de tortuga, y cuando vio la figura alargada del vigilante aparcó frente a
él; era natural que se detuviera.
-Hola -dijo ella-.
¿Qué está haciendo?
Él salió hasta
el bordillo, y, cuando ella pudo ver que sonreía, Se sintió contenta por
haberse detenido allí.
-Estoy bebiendo
un vaso de abril -dijo.
-¿Qué tal sabe?
-Es delicioso.
Siempre he sido partidario del abril. Mayo no está mal, pero es más tibio. Lo
mismo que junio, julio y agosto, sólo sacian mi sed por el vino dorado de la
caída.
-¿Usted siempre
habla con metáforas?
-Sólo a gente
muy especial -dijo. Entonces, permaneció en silencio por un momento, y luego
añadió-: ¿Por qué no entra y aparca conmigo hasta las doce? Después iremos a
tomar una hamburguesa y una cerveza.
-De acuerdo.
Los trajes-coche
usados llenaban literalmente el recinto, pero su vieja indumentaria había
desaparecido. Aquello la alegró, porque su simple visión la hubiese deprimido,
y deseaba que la efervescencia que estaba naciendo en su pecho permaneciera
intacta. Y así fue.
La noche era
bastante calurosa para abril, e incluso era posible ver alguna estrella o dos
entre los destellos de luz del cartel de Big Jim. Howard habló de sí mismo
durante un rato, explicando cómo iba a la escuela por las mañanas y trabajaba
por las noches, pero, cuando ella le preguntó a qué escuela iba, respondió que
ya había hablado bastante de sí mismo y que le tocaba el turno a ella. Y ella
le habló de su trabajo, y de las películas, y de los programas de TV que solía
ver, y, finalmente, habló de los libros que había leído.
Entonces se
pusieron a hablar los dos, primero uno y después el otro, y el tiempo pasó como
un petirrojo volando hacia el sur, y, casi antes de que ella se diera cuenta de
qué había sucedido, ya había llegado el relevo de vigilancia, y ella y Howard
se dirigían al Gravel Grille.
-Quizá -dijo él
después, cuando tras llegar a Macadam Place se detuvieron frente al garaje de
Arabella-, quizá podría usted pasar a verme mañana por la noche y podríamos
beber otro vaso de abril. Eso, claro, si no tiene usted otros planes.
-No -dijo ella-,
no tengo otros planes.
-Entonces la
esperaré -dijo él, y se alejó.
Ella se quedó
mirando cómo disminuían sus luces de posición hasta desaparecer. De alguna
parte llegó a los oídos de la joven un canturreo, y ella miró alrededor, por
entre las sombras de la calle, pero no logró descubrir de dónde provenía aquel
sonido. La calle estaba totalmente vacía y al fin comprendió que aquel
canturreo surgía de su corazón.
Al día
siguiente, creyó que la jornada no iba a terminar nunca; llovía y el cielo no
tenía un aspecto nada animador. Se preguntó qué tal sabría el abril con lluvia,
y luego descubrió -tras otra estancia en el auto-cine- que la lluvia poco
influía en su sabor si estaban presentes los demás ingredientes. Los otros
ingredientes estaban presentes, y Arabella pasó otra noche deliciosa hablando
con Howard en el cementerio de coches usados; mirando las estrellas por entre
los destellos de luz del cartel de Big Jim, y, después, ambos volvieron a
dirigirse al Grave Grille para tomar hamburguesas y cerveza. Finalmente se
despidieron frente al garaje de la muchacha.
Los otros
ingredientes volvieron a estar presentes a la noche siguiente, y a la
siguiente, y a la otra. El domingo, ella preparó una comida y ambos fueron a
las colinas a pasar el día. Howard escogió la más alta de las colinas, y
subieron por una carretera serpenteante. Luego aparcaron en la cresta, bajo un
álamo agitado por el viento y comieron la ensalada de patatas que ella había
preparado, y los bocadillos, y bebieron el café. Después fumaron cigarrillos y
charlaron perezosamente.
La cima de la
colina proporcionaba una vista espléndida de un lago, rodeado de árboles, cuyas
aguas estaban ligeramente agitadas. Al otro lado del lago, brillaba al sol la
cerca de la reserva de nudistas, y, más allá de la cerca, podían verse las
figuras de los nudistas yendo por las calles de uno de los pueblos de la
reserva. Debido a la distancia, apenas eran como indistinguibles puntitos, y
Arabella sólo se había percatado vagamente de su presencia. Gradualmente fueron
penetrando en su conciencia hasta llegar a borrar todo lo demás.
-¡Debe ser
horrible! -dijo de pronto.
-¿Qué es lo que
debe ser horrible? -preguntó Howard.
-Vivir desnudo
en bosques, de ese modo. Como... ¡como salvajes!
Howard la miró
con sus ojos tan azules -y tan profundos- como el lago.
-Difícilmente
puede usted llamarles salvajes -dijo él con firmeza-. Tienen máquinas como
nosotros. Cuentan con escuelas y bibliotecas. Tienen comercios y profesiones.
Cierto que sólo pueden practicarlas dentro de los confines de la reserva, pero
eso no significa mayor limitación que practicarlas en una pequeña villa o,
incluso, en una ciudad. Y, además, eran civilizados.
-Pero están
desnudos.
-¿Es tan
horrible estar desnudo?
Él había abierto
su parabrisas y se había acercado mucho a ella. Luego abrió también el
parabrisa de Arabella, y ella sintió el viento frío contra su rostro. Vio el
beso en sus ojos, pero no lo esquivó, y luego lo sintió en sus labios. Estaba
contenta de no haber esquivado el beso, porque no había en él nada del Sr.
Upswept, o de Harry Fourwheels; nada de las insinuaciones de su padre ni de las
observaciones de su madre. Al cabo de un momento sintió abrirse una puerta de
su coche-traje, y después otra, y finalmente se sintió toda ella inmersa en el
sol y el viento de abril, y el viento y el sol eran frío y cálido, frío y
cálido y limpios, y la vergüenza se negó a brotar en ella, incluso cuando
sintió que el pecho desprovisto de traje-coche de Howard se apretaba contra el
suyo. Fue un largo y dulce momento y ella hubiera deseado que no terminara
nunca. Pero terminó, como sucede a todos los momentos.
-¿Qué fue eso? -dijo
Howard levantando la cabeza. Ella también había oído el sonido -el chirrido de
unas ruedas- y su mirada siguió la de él hacia abajo de la colina y vieron la
brillante carrocería de un convertible blanco justo antes de que desapareciese
tras un recodo de la carretera.
-¿Cree que nos
ha visto? -preguntó ella. Howard dudó visiblemente antes de responder.
-No, no creo.
Probablemente es alguien que ha salido a pasar el domingo fuera. Si hubieran
subido la colina habríamos oído el motor.
-No... no si
llevara silenciador -dijo Arabella. Volvió a vestirse con el traje-coche-.
Creo... creo que será mejor que nos vayamos.
-De acuerdo. -Él
comenzó a vestirse, y de pronto se detuvo-. ¿Querrá volver aquí conmigo el
domingo próximo? -preguntó.
-Sí -dijo ella-.
Vendré con usted.
Fue todavía más
hermoso que el primer domingo... más cálido, más luminoso, con un cielo más
azul. De nuevo Howard le quitó el traje y la abrazó y la besó, y de nuevo ella
no sintió vergüenza.
-Vamos -dijo él-,
quiero enseñarle algo. Comenzó a bajar hacia el lago.
-Pero está
andando -protestó ella.
-Nadie nos puede
ver, y ¿cuál es la diferencia? Vamos.
Ella permaneció
indecisa al viento. Un arroyuelo que podía verse allá a lo lejos decidió por
ella.
-De acuerdo -dijo
ella.
Al principio, el
suelo le producía algunas molestias, pero al cabo de un rato ya se había
acostumbrado a él, y pronto estuvo medio correteando junto a Howard. Cuando
llegaron al pie de la colina, encontraron una arboleda de manzanos silvestres.
El arroyo pasaba por entre los árboles, murmurando por encima de los cantos
rodados. Howard se tumbó sobre la hierba boca abajo y mojó sus labios en el
agua. Ella le imitó. El agua estaba fría, y el frío le produjo repeluznos.
Allí yacieron,
uno junto al otro. Encima de ellos, las hojas y las ramas dibujaban extraños
arabescos contra la luz del sol. Su tercer beso fue aún más dulce que los
precedentes.
-¿Habías estado
aquí antes? -preguntó ella cuando se separaron.
-Muchas veces -dijo
él.
-¿Solo?
-Siempre solo.
-¿Pero no temes
que Big Jim te descubra?
Él rió.
-¿Big Jim? Big
Jim es un ente artificial. Los fabricantes de autos se lo inventaron para
atemorizar a las gentes y obligarlas así a consumir sus productos, y el
gobierno cooperó porque si no se incrementaba la producción de coches, la
economía se derrumbaba. No era muy difícil lograrlo, porque la gente ya usaba
coche inconscientemente. El truco era hacer que los usaran conscientemente...
hacer que se avergonzaran de aparecer en público sin ellos, de ser posible. Eso
tampoco fue difícil... si bien había que reducir el tamaño de los coches y, a
ser posible, diseñarlos aproximadamente con figura humana.
-No deberías
decir estas cosas. Es... es una blasfemia. ¡Nadie hubiera creído que eras un
nudista!
Él la miró
tranquilamente.
-¿Tan
despreciable es ser un nudista? -preguntó-. ¿Es menos despreciable, por
ejemplo, ser un comerciante como Harry Fourwheels que se aprovecha de las
clientes indecisas y les estropea los recién estrenados trajes de tal modo que
sólo pueden recurrir a la cláusula del servicio de 24 horas de su contrato?...
Lo siento, Arabella, pero es mejor que lo sepas.
Ella se había
vuelto de espalda y él no podía ver sus lágrimas cayendo por sus mejillas.
Entonces ella sintió cómo la mano de Howard le tocaba el brazo y luego la ceñía
por la cintura. Ella se dejó estrechar y permitió que él le besara las
lágrimas, y la herida que se había abierto de nuevo se cerró, y esta vez para
siempre.
La rodeaba con
sus brazos.
-¿Querrás volver
aquí conmigo?
-Sí -dijo ella-.
Si no te importa.
-Al contrario,
me gustaría mucho. Nos sacaremos los coches y correremos por los bosques.
Dejaremos con un palmo de narices a Big Jim...
De la orilla
opuesta surgió una figura uniformada por entre los matorrales. Un rostro
angelical les miró por entre los rizos de su cabellera. Una gran mano angulada
se extendió y exhibió una grabadora audio-visual portátil.
-Vosotros dos,
venid -dijo una gran voz-. Big Jim quiere veros.
El juez de Big
Jim miraba a Arabella con un gesto de desaprobación a través del parabrisas de
su Cortez negro, cuando fue llevada a su presencia.
-Bueno, eso no
estuvo muy bien por tu parte, ¿verdad? -dijo él-. Quitándote tus vestidos y
coqueteando con un nudista.
El rostro de
Arabella palideció detrás de su parabrisas.
-¡Un nudista! -dijo
ella sin poder creerlo-. Howard no es un nudista. ¡No puede serlo!
-Oh, sí, sí que
puede serlo. De hecho, es algo peor que un nudista. Es un nudista voluntario.
De todos modos, comprendemos -prosiguió el juez-, que tú no tenías manera de
saberlo, pero por otro lado nosotros tenemos que sentirnos culpables por
haberte dejado relacionarte con él, porque si no hubiese sido por nuestra
inexcusable falta de vigilancia, él no hubiera podido llevar la doble vida que
llevaba... yendo a dar clases al instituto nudista por las mañanas y colándose
como una víbora fuera de la reserva para trabajar por las noches en un
cementerio de coches e intentando convertir a gente sana como tú misma a ese
modo de pensar. En consecuencia, seremos clementes contigo. En lugar de revocar
tu licencia, te vamos a dar una nueva oportunidad. Vuelve a tu casa y pide
perdón a tus padres y, en adelante, compórtate correctamente. Incidentalmente,
debes saber que tienes que darle las gracias por ello a un joven llamado Harry
Fourwheels.
-¿Que tengo que
darle las gracias?
-Naturalmente.
Si no hubiese sido porque estuvo alerta y por su lealtad a Big Jim, no
hubiésemos descubierto tu desviación hasta cuando ya habría sido demasiado
tarde.
-Harry Fourwheels
-dijo Arabella-. Debe de odiarme mucho...
-¿Odiarte? Pero,
muchacha, él...
-Y creo que sé
por qué -prosiguió Arabella, sin preocuparse de la interrupción-. Me odia
porque me mostró cómo es realmente, y, en el fondo, le pesa ser de ese modo.
Por eso me odia también el Sr. Upswept.
-Oye, señorita
Grille, si vas a seguir hablando así, tendré que reconsiderar mi decisión.
Después de todo...
-Y mi padre y mi
madre -continuó diciendo Arabella-. Me odian porque ellos también me han
descubierto su verdadera forma de ser, y en el fondo de sus corazones también
les pesa su propio comportamiento. Ni siquiera los coches pueden ocultar esa
clase de desnudez. Y Howard. Él me ama. Él no odia lo que es realmente, lo
mismo que yo no odio lo que soy. ¿Qué han hecho con él?
-Lo hemos
llevado a la reserva, por supuesto. ¿Qué más podíamos hacer con él? Aunque te
aseguro que nunca más llevará una doble vida. Y ahora, Arabella, puesto que ha
quedado resuelto el caso, no hay ninguna razón para que te quedes ahí más
tiempo. Soy un hombre ocupado y...
-¿Cómo puede una
persona convertirse en nudista voluntario, señor Juez?
-Mediante un
exhibicionismo descarado y pertinaz. Buenos días, señorita Grille.
-Buenos días...
y gracias.
Primero fue a su
casa y empaquetó sus cosas. Su padre y su madre la estaban esperando en la
cocina.
-¡Desvergonzada!
-dijo su madre.
-Pensar que una
hija mía... -dijo el padre.
Ella cruzó la
habitación sin decir ni una palabra y subió la rampa de su dormitorio. No tardó
mucho en empaquetarlo todo: excepto sus libros, aunque no tenía muchos. De
vuelta a la cocina, se detuvo justo el tiempo necesario para decir adiós. Sus
padres quedaron boquiabiertos.
-Espera -dijo el
padre.
-¡Espera! -gritó
la madre.
Arabella salió a
la calle sin volverse y sin siquiera mirar por su espejo retrovisor.
Después de
abandonar Macadam Place, se dirigió a la plaza pública. A pesar de lo avanzado
de la hora, había muy poca gente. Primero se sacó el casco. Después el
traje-coche. Luego permaneció allí, en pie, bajo el centelleo luminoso del
cartel de Big Jim, en el centro de una multitud perpleja, esperando que
llegaran a arrestarla.
Era de día
cuando la escoltaron hasta la reserva. Encima de la entrada había un letrero
que decía: PROHIBIDO SALIR. Una línea de pintura negra, todavía fresca, había
sido trazada tachando las palabras, y sobre ellas habían sido pintadas otras
palabras: PROHIBIDO VESTIR HOJAS DE PARRA MECÁNICAS. El guardián que la
escoltaba miró a través de su parabrisas, hacia arriba.
-¡Otra de sus
gracias! -gruñó.
Howard la
esperaba junto a la verja. Cuando ella vio sus ojos comprendió que estaba bien,
y, en un momento, estaba en sus brazos, olvidada su desnudez, llorando sobre su
solapa. Él la estrechó con fuerza, apretando su abrigo con sus manos. Ella oyó
su voz entre las lágrimas que rodaban por sus mejillas.
-Sabía que nos
observaban, y les dejé que nos atraparan juntos esperando que te mandasen aquí.
Y cuando comprendí que no lo hacían esperé -rogué- que vinieras
voluntariamente. Cariño, ¡me alegra tanto que lo hicieras! Estarás bien aquí.
Te gustará. Tengo una casita con un gran jardín detrás. Hay una piscina
comunitaria, un club de mujeres, un grupo de teatro aficionado, un...
-¿Hay un
ministro? -preguntó ella a través de las lágrimas.
Él la besó.
-También hay un
ministro. Si nos apresuramos, podemos verle antes de que comience sus rondas
matutinas.
Caminaron juntos
por la vereda.
FIN
Traducción:
Víctor Compta.
Aparecido en: El
bulldozer asesino. Ediciones Caralt, 1978.
Edición digital:
Sadrac.
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